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segunda-feira, janeiro 18, 2016
sexta-feira, abril 10, 2015
Hitler, pactos com o diabo e uma morte tardia
Segundo o Observador, “Adolf Hitler não se suicidou em
1945 na Alemanha: morreu quase três décadas depois no Paraguai. Mais: o ditador
tinha ligações ao ocultismo e com entidades internacionais que o guiaram
durante a guerra. Esta é a teoria de Abel Basti, um escritor e jornalista
argentino que se tem dedicado a criar a série histórica O homem que venceu a
morte, centrada na figura de Hitler no final da II Guerra Mundial. Segundo o
argentino, Hitler apercebeu-se da derrota iminente e engendrou um plano de
fuga. A história foi noticiada pelo ABC. Como? Graças a um acordo celebrado com
os Estados Unidos para facilitar a saída dos cientistas americanos que estavam
ao serviço do nazismo. Basti teoriza que Hitler se mudou para Espanha e depois
para a região argentina da Patagónia, onde ficou com a companheira Eva Braun
num submarino protegido pelo presidente da Argentina e pelo ministro da guerra
do país naquela época. Depois, quando Juan Péron chegou ao poder e durante os
dois primeiros mandatos do argentino, Hitler passou a esconder-se numa fazenda
em Bariloche com o nome Adolf Schütelmayor. Mas esta fazenda foi destruída, o
que obrigou Hitler a refugiar-se no Paraguai, então sob a alçada do ditador
Alfredo Stroessner. Quando morreu, o corpo terá sido enterrado num bunker. Quanto
à informação sobre o ocultismo, o escritor argentino revela que Hitler não
pertencia diretamente às sociedades ligadas à ciência do oculto, como a Thule.
Mas muitos membros do seu governo faziam parte desse universo. Segundo Basti,
“eles não tomaram a guerra como uma contenda entre duas partes, mas como um
grande episódio de transmutação da humanidade”. A sociedade Thule dedicou-se ao
estudo das raízes alemãs e apoiou o Partido Trabalhista Alemão, mas
dissolveu-se quando Hitler chegou ao poder. Ainda assim, Basti considera que
estas relações estão por trás da sobrevivência do ditador a muitos dos
atentados, sorte que muitos dizem ter sido um “pacto com o diabo”. Para
realizar esta série, Abel Basti estudou muitas obras não ficcionais sobre o
dirigente nazi. Segundo o escritor, Hitler considerava-se um ser divino. Algo
que está espelhado no comentário que o ditador proferiu em 1925: “A obra que
Cristo começou e não pode acabar, eu – Adolf Hitler – vou levá-la a seu termo”.
El duelo más épico entre un francotirador nazi y uno soviético
“Vasili Záitsev, un soldado que –armado únicamente
con un fusil de precisión- logró sembrar el caos entre los nazis a pesar de
luchar desde retaguardia. Su misión: acabar con los oficiales enemigos
generando así el desconcierto en el enemigo que trataba de conquistar
Stalingrado. Tantos quebraderos de cabeza causaron sus bajas en el oponente, que
el propio Hitler envió a un tirador de élite a
acabar con su vida, lo que generó uno de los duelos entre francotiradores más
épicos jamás recordados. La estepa rusa vio nacer a Vasili Grigórievich
Záitsev, uno de los francotiradores más destacados de la U.R.S.S., el 23 de
marzo de 1915. La región en la que vino al mundo fue el pueblo de Yeléninskoye,
en los montes Urales, una zona situada al sur este del
país cuyo frío extremo curtió a este soviético desde su infancia. Último
eslabón de una larga familia de cazadores, no tuvieron que pasar muchos
inviernos hasta que nuestro protagonista empezó a ser instruido en el arte del
disparo y del camuflaje por su abuelo, Andréi Alexéievich. Con todo, la edad a
la que realizó su primer disparo es una total incógnita, pues no informa de
ello en sus memorias. En ellas se limita a señalar que su infancia terminó
cuando le pusieron un arco en las manos. «Dispara apuntando con firmeza y mira
a los ojos a tu presa, ya no eres un chiquillo», le dijo por entonces su
mentor. Desde ese momento, ya fuera
mediante flechas o cartuchos de escopeta, el pequeño «Vasia» empezó a entrenarse
en el arte de «hacerse invisible» (como él mismo afirmaba) para acechar y
acabar con sus presas. Su pequeña estatura y su escasa envergadura le ayudaban
a tal fin y pronto se hizo un verdadero maestro de la caza. «Pongamos que
queremos echarle un vistazo a una cabra, para ello, hay que camuflarse de tal
modo que el animal que nos mire como si fuéramos un arbusto o una brizna de
heno. Hay que permanecer inmóviles, sin respirar ni pestañear. Si lo que
queremos es acercarnos a la madriguera de un conejo, tendremos que reptar en la
dirección del viento, para bajo nuestro peso no cruja ni una sola hebra de
hierba», explica el propio Záitsev en su obra«Memorias de un francotirador en Stalingrado».
En los años siguientes, Vasili
aprendió las reglas de todo buen cazador, trucos que, posteriormente, puso en
práctica cuando se hizo francotirador. Aunque, en esos casos, matando fascistas
en lugar de ciervos. Con apenas diez años, adquirió la capacidad de interpretar
las huellas de los animales como aquel que lee un libro y consiguió construir
escondrijos tan bien camuflados que pasaban desapercibidos hasta para su
abuelo. Aprendió tan rápido que, cuando tan sólo tenía doce años, Andréi le
regaló su primera escopeta de caza. «Me puse firmes y me la colgó al hombro. Yo
era tan bajito que la culata de la escopeta tocaba el suelo, pero por lo menos
ya no era un niño», añade Záitsev. Ese también fue el día en que su padre le
dio un consejo que jamás olvidaría en Stalingrado: «Usa cada bala a conciencia, Vasili.
Aprende a disparar y no yerres nunca». Además de aprender a disparar como un
auténtico experto, Vasili se fue curtiendo poco a poco en los montes Urales
hasta tal punto que, con 13 y 14 años, solía pasar varias noches fuera de su
casa acechando a una presa. En una ocasión, por ejemplo, durmió dos noches a la
intemperie para acabar con un lobo que, tras caer en una de sus trampas, había
huido. Todo ello, con la única ayuda de su escopeta, sus perros y una fogata
que impidió que las fieras acabaran con él tras la llegada de la oscuridad.
Cuando regresó a casa con el cadáver de su víctima a hombros, sus familiares no
solo no le felicitaron por la captura, sino que no giraron ni siquiera la
cabeza. Para ellos, aquello era algo totalmente normal.
El niño se
hace soldado
Las estaciones fueron pasando y, a los
22 años, Vasili fue llamado a filas tras haber cursado estudios superiores en
contabilidad. A pesar de su corta estatura, fue aceptado como marinero y pudo
ponerse la codiciada telniashka, la camisa propia de los militares destacados
en el mar. «Durante cinco años lucí la telniashka con orgullo. Me prepararon
para combatir en mar abierto… aunque finalmente me destinaron a luchar en
tierra firme», añade Záitsev. Por entonces no le quedó más remedio que cambiar
el ancla por el fusil, pues Adolf Hitler acababa de romper el pacto de no
agresión firmado con la U.R.S.S. tras la conquista de Polonia y había invadido
las tierras de Stalin en el marco de la «Operación Barbarroja». Hacían falta,
por lo tanto, cuántos más soldados mejor para hacer frente a los miles de
alemanes que atravesaban Rusia a pasos agigantados. «La guerra había estallado
un año antes. Después de mucho solicitar que me enviaran al frente, me
incluyeron por fin en una lista de marineros que iban a ser transferidos a
infantería», determina nuestro protagonista. «Vasia» fue entonces subido a un
tren con rumbo a Stalingrado, donde se libraba una cruenta batalla entre los
soviéticos (dispuestos a defender la ciudad que llevaba el nombre de su
«camarada supremo» a costa de cuantas bajas hicieran falta) y los nazis
(empeñados en tomar el enclave para infringir un tremendo golpe moral a sus
enemigos). «Al frente. ¡Por fin! Durante el viaje, largo y tedioso, las ruedas
no dejaron de tabletear. Yo no veía la hora de llegar a mi destino, y la
lentitud del tren me exasperaba. Nuestro país estaba en peligro ¡a toda
máquina!», completa el soldado. Pero,
para desesperación de Záitsev, aún les quedaba una última parada por realizar
en las afueras de Stalingrado antes de entrar en plena refriega. En ella, todos
los soldados aprendieron unas técnicas poco ortodoxas de combate cuerpo a
cuerpo mediante «armas» como las palas de combate (ideadas para cavar zanjas),
las clásicas bayonetas del fusil Mosin-Nagant e, incluso, sus propias manos. A su
vez, la unidad de marineros de la que formaba parte Vasili aprendió a lanzar
granadas a una posición enemiga. La máxima de los comisarios políticos
soviéticos era que en la ciudad se acometía al enemigo metro a metro, y no
serían pocas las ocasiones en las que tendrían que hacer uso de esas nuevas
formas de matar. No andaban nada desencaminados.
La llegada a
Stalingrado
El 22 de septiembre de 1942, la 284 División de Fusileros(en la que se encuadraba
Záitsev) llegó hasta el río Volga. En la orilla contraria se hallaba su
objetivo: la ciudad de Stalingrado. Por entonces, el enclave no guardaba nada
de su antiguo esplendor, pues los múltiples edificios habían sido derribados
por las más de 1.000 toneladas de bombas lanzadas por la fuerza aérea alemana
(la «Luftwaffe»). Los soviéticos, por su parte, luchaban calle por calle contra
las tropas de Hitler, ansiosas de conquistar cada uno de los edificios. Casi se
podía decir que no había frente de batalla, sino pequeños reductos diseminados
de resistencia soviética que debían ser reforzados constantemente con grupos
como el de Vasili para poder seguir dando guerra a los nazis. «La ciudad
parecía un infierno de llamas y azufre, los edificios quemados brillaban como
tizones y los incendios consumían a los hombres», añade nuestro protagonista. Aquella
noche, Vasili cruzó como un soldado más el Volga junto a sus compañeros. Sin embargo, este
trayecto fue bastante diferente a la que narra la película «Enemigo
a las puertas»(la producción hollywoodense que cuenta sus
vivencias). Y es que, mientras que en el largometraje se explica que el barco
en el que viajaba recibió un fuego incisivo de la «Luftwaffe», la realidad es
que fue un camino tranquilo sólo interrumpido por el temor de que la susodicha
barcaza se fuera a pique debido a su ingente cantidad de agujeros. Tampoco es
exacta la película al mostrarnos su primer día en la ciudad, pues tuvo que
esperar toda una jornada para entrar en combate.
Su primer combate
El primer disparo que realizó Záitsev
en Stalingradose sucedió en la mañana del 23 de agosto. Fue entonces cuando su
unidad recibió la orden de tomar una fábrica (cuya localización no se detalla
en sus memorias) ubicada cerca de varios depósitos de carburante. Toda la zona
estaba defendida por un grupo de nazis cuyos miembros contaban con artillería
ligera y varias ametralladoras MG-42. El ataque soviético estuvo precedido por
varias andanadas de misiles enviados por los lanzacohetes katiusha. «Pudimos
ver como los katiushas pulverizaron las baterías de morteros de los “boches” [nazis]
y como los alemanes salían despedidos con cada cohete que tocaba el suelo. Era
impresionante ver las llamas amarillas de las explosiones y a los hombres
saltando en pedazos en todas direcciones», explica Vasili. Tras la andanada de
cohetes, nuestro protagonista se preparó para combatir. «El teniente se
levantó, alzó la pistola y gritando “¡En nombre de la patria!” corrió hacia los
depósitos de gasolina dónde se habían apostado las ametralladoras alemanas»,
añade Záitsev. Acto seguido, y como respuesta al asalto de la infantería
soviética, las MG-42 empezaron a tabletear con el clásico «Tac-tac.-tac» que
indicaba el inicio de los disparos. En medio del ataque masivo, y entre la
lluvia de balas, Vasili recibió un difícil encargo: «El teniente me ordenó que
corriera hacia unos edificios medio derruidos y que atacara los nidos de
ametralladoras con granadas». Sin pensar en que recibir el impacto de uno de
aquellos cartuchos significaría la muerte, Záitsev se dirigió a través de las
balas y cayó, según explica en sus memorias, una posición enemiga ubicada en
uno de los flancos de los alemanes (cerca de los depósitos de combustible). El
acto permitió a sus compañeros avanzar, pero lo peor estaba por llegar. Y es
que, al ver que la unidad de marineros empezaba a romper las defensas que
habían establecido, los «boches» ordenaron disparar a los morteros que habían
logrado sobrevivir a los katiushas.
«Las bombas incendiarias de los
alemanes provocaron un gran fuego y los tanques de gasolina comenzaron a
estallar», explica el cazador de los Urales. El fuego se empezó a propagar
entre su ropa impregnada de combustible, por lo que los soviéticos no tuvieron
más remedio que quedarse en cueros y asaltar al enemigo… ¡Desnudos! Sea como
fuere, terminaron logrando su objetivo a pesar de sufrir múltiples bajas. Así
acabó el primer combate del futuro francotirador más famoso de Stalingrado.
«Nos parapetamos entre las pequeñas casas que flanqueaban la calle. Alguien me
lanzó una lona para que me cubriera. Nos quedamos así, desnudos hasta que nos
trajeron nuevos uniforme. Aquel grupo de soldados rusos desnudos acababa de
superar su bautismo de fuego», completa Záitsev.
Tras aquel extraño combate, Vasili
vivió como cualquier otro soldado anónimo en Stalingrado. Eso implicaba sufrir la privación de
la comida (escasa en aquella orilla del Volga) y del sueño (pues el enemigo no
se tomaba descansos). A su vez, pudo entender de primera mano lo que era
defender aquella ciudad maldita en la que se luchaba no ya por cada calle, sino
por cada habitación de un edificio. De hecho, no era raro que –por ejemplo-
nazis y soviéticos pasaran la noche en la misma fábrica debido a que cada bando
había logrado conquistar una parte. «Algunas veces podíamos escuchar las
ventosidades del enemigo al otro lado de la pared», explica Záitsev en sus
memorias.
De soldado anónimo, a francotirador
Los meses siguieron pasando y Záitsev
continuó combatiendo sin ser conocido por nadie más que sus compañeros. Esto no
tardaría en cambiar cuando, casi por azar, demostró su puntería. Según explica
Vasili, corría una mañana de octubre cuando su unidad se hallaba descansando
cerca de las ruinas de un edificio. En ese momento, y totalmente de improviso,
una ametralladora pesada enemiga ubicada a unos 600 metros empezó a escupir
ráfagas contra ellos. Era necesario acabar con los alemanes que la manejaban si
no querían morir bajo sus balas, por lo que el cazador de los Urales decidió
poner a prueba su puntería a costa de arriesgar su vida. «Empuñé el fusil y,
casi sin apuntar, disparé. El tirador cayó. A los pocos segundos aparecieron
otros dos, pero logré abatirlos rápidamente de un único disparo», añade nuestro
protagonista. Esta increíble muestra de habilidad dejó impresionado al coronel
Batiuk (uno de sus oficiales) quien ordenó que Vasili fuera ascendido a
francotirador y que le fuera entregado un fusil Mosin-Nagant equipado con una
mira telescópica. «-Camarada Záitsev- me dijo –ya lleva usted tres. Siga la
cuenta a partir de aquí-. Aunque las circunstancias no me permitieron
incrementar la lista ese mismo día. En primer lugar, porque las bajas
provocadas por los francotiradores deben verificarse mediante la cumplimentación
de unos formularios en los que había que describir la situación y estampar la
firma tanto del tirador como de un testigo, y yo todavía no estaba
familiarizado con el proceso», completa el soldado en sus memorias. Fuera como
fueses, ese fue el comienzo de uno de los tiradores de élite más famosos de
toda la historia.
Ya como francotirador, Záitsev no
tardó en sembrar el pánico entre sus enemigos haciendo uso de todo lo que había
aprendido de su abuelo. Su especialidad era acabar con los soldados enemigos
con una sola bala, y hacerlo en el fragor de la batalla y bajo el ruido de los
disparos para evitar ser descubierto. Pronto se hizo famoso por camuflarse de
una manera tan perfecta que, incluso, lograba engañar a los ojos más
entrenados. En una ocasión, de hecho, uno de sus compañeros pasó varias veces
cerca de él sin encontrarle. Los soldados tampoco tardaron en entender lo
importante que era tener cerca suyo a un tirador experto que, llegado el
momento, pudiera acabar con los servidores de ametralladoras pesadas (algo que
les facilitaba sumamente el avance sobre una posición enemiga).
Vasili era tan efectivo –y los
francotiradores soviéticos tan escasos- que los mandos le solicitaron que
entrenara a un grupo de tiradores de élite con los que sembrar el desconcierto
entre los enemigos. Como los recursos no eran especialmente abundantes en lo
que se refiere a hombres, los oficiales limitaron su «reclutamiento» a
militares que hubieran sido heridos en combate. Así se unieron a sus filas
combatientes como Mijaíl Ubozhenco, Nikolái Kúlikov o el gigantesco Alexánder
Griázev (quien, en lugar de portar el clásico Mosin-Nagant para
francotiradores, solía acudir a la batalla con un fusil anti-carro de unos 20
kilogramos de peso). Todos ellos, y otros tantos, se convirtieron poco a poco
en el terror de los nazis, quienes sabían que asomar el casco por encima de la
trinchera podía acabar en una muerte segura.
A sus nuevos pupilos, Vasili les
intentó enseñar todo aquello que él había aprendido siendo un niño. Tampoco
faltaron los consejos sobre cómo acabar con los nazis de la forma más
eficiente. En una de las primeras clases que Záitsev dio a Ubozhenco, por
ejemplo, le explicó cómo dejar fuera de combate a dos enemigos teniendo
únicamente un poco de cuidado a la hora de apretar el gatillo. «Disparar sobre
un soldado que está construyendo una trinchera es como jugar al billar. Siempre
tienes que pensar cuál será la jugada siguiente. Si disparas ahora, mientras te
da la espalda, él y la pala caerán al foso. Pero si esperas y le das cuando
está de cara, la pala se quedará arriba, a este lado del terraplén. Así, cuando
su compañero vaya a recogerla, podrás abatirle a él también», explicó el
tirador a su alumno.
A su vez, les explicó que, a pesar de
que un francotirador necesita apenas dos segundos para disparar y segar una
vida, los preparativos hasta llegar a ese punto llevan horas. Y es que,
previamente era necesario dedicar varias horas a reconocer el terreno, hacer un
croquis en su libreta con las defensas nazis y la distancia a la que se
hallaban, construir una posición para pasar desapercibidos y, finalmente, tener
la paciencia necesaria para acabar únicamente con el blanco al que se va a
buscar (usualmente, un oficial o un servidor de ametralladora). Tampoco olvidó
decirles que un militar con su misión debía estar bien descansado para
«trabajar» de la manera más eficiente, aunque esa era una premisa que no solían
cumplir. En una ocasión, tanto Vasili como sus alumnos estuvieron varias noches
sin dormir debido a los cruentos combates que tuvieron que soportar en la
colina Mamáyev (una posición sobre la que se dominaba casi toda Stalingrado y
que, por lo tanto, estaba constantemente bajo ataques de uno y otro bando).
Primeros
duelos
Además de acabar con la vida de
decenas de soldados enemigos (los números oficiales dicen que entre 220 y 245
objetivos) Vasili se hizo pronto famoso por dar buena cuenta de los
francotiradores enemigos. Una tarea nada sencilla, pues requería de una
dedicación completa. Y es que, además de reconocer el terreno -como hacía
siempre para abatir a un enemigo-, Záitsev tenía que realizar todo tipo de
indagaciones para descubrir dónde se encontraba su objetivo. Para empezar,
debía hablar durante horas con múltiples heridos para saber si los agujeros que
tenían en el cuerpo habían sido hechos o no por tiradores de élite.
Viendo sus heridas y averiguando
posteriormente la región en la que habían sido disparados, podía discernir el
lugar exacto en el que se hallaba su oponente. Detectar a su contrincante
sabiendo su emplazamiento tampoco era sencillo, y Záitsev solía hacerlo
valiéndose de señales tan minúsculas como el reflejo de la óptica de su fusil,
la llama de su mechero o, si el nazi era muy torpe, el humo del cigarrillo que
se encendía para calmar los nervios.
Si el cazador de los Urales no
encontraba a su enemigo de esta guisa, solía poner señuelos para que su
contrario disparase y desvelase su posición. Entre ellos, el que más utilizaba
era ubicar en una posición determinada un maniquí ataviado con ropa soviética
para que pareciese un francotirador. Todo ello, a sabiendas de que la forma de
actuar de los alemanes era bien diferente a la de los soviéticos «Por lo
general, los francotiradores nazis tomaban posiciones dentro de sus propias líneas
defensivas, mientras que los nuestros se apostaban en el límite de la línea del
frente. Además, los “boches” dejaban muchos señuelos, lo que hacía aún más
difícil encontrar el objetivo correcto. Con la experiencia aprendí dos cosas
esenciales: observar atentamente y tener templanza», señala Záitsev.
«Vasia» tuvo uno de sus primeros
duelos contra un francotirador nazi en la colina Mamáyev. Su oponente fue un
soldado que había acabado días antes con uno de sus compañeros. Tras investigar
la zona, el ruso se percató de que, muy probablemente, el «boche» había hecho
fuego desde el interior de una caja de munición ubicada entre varios arcones
similares. La posición se hallaba tras una gran planicie y algunos metros
detrás de las trincheras alemanas. Conociendo el lugar, ya sólo quedaba esperar
en su pozo de tirador a que el enemigo hiciera un movimiento en falso. Sin
embargo, harto de esperar, tendió una trampa a su presa junto con su compañero.
«Kúlikov retrocedió y con un palo
levantó un casco unos centímetros por encima del terraplén en el que estábamos.
El alemán disparó un tiro que atravesó el casco. Me sorprendió que hubiera
picado el cebo. […] Observé por la mira como el tirador alemán acercaba la mano
a la recámara y recogía el casquillo vacío. Recoger los cartuchos vacíos era el
procedimiento habitual cuando se daba en el blanco. Al hacerlo, levantó la
cabeza ligeramente de la mira. Eso dejaba a la vista los pocos centímetros de
cuero cabelludo que yo necesitaba para apuntar… y en ese instante sonó mi
disparo. La bala le dio en el nacimiento del pelo, el casco le cayó sobre la
frente y el rifle quedó inmóvil, con el cañón en el interior de la caja»,
destaca en sus memorias Záitsev.
No menos impactante fue el combate que
mantuvo con un francotirador alemán en la fábrica Octubre Rojo (en el centro de
la ciudad). Aquel día, Záitsev fue requerido para acabar con un enemigo que
había herido a tres soldados y a un teniente. En palabras de nuestro
protagonista, el alemán era astuto, pues actuaba detrás de sus compañeros y
camuflaba el sonido de sus disparos con el de las ráfagas de las
ametralladoras. Era imposible saber dónde se hallaba, por lo que Vasili y su
compañero (un novato apellidado Gorozháev) tendrían que emplearse a fondo. Para
ello, se ubicaron tras uno de los muros del edificio y esperaron a que el
enemigo disparase primero para poder descubrirle.
Záitsev decidió solicitar la ayuda de
un capitán que sabía alemán para lograr desesperar a su oponente. Así pues,
dijo a su superior que gritara insultos en germano con un altavoz. El plan
funcionó a medias, porque un bombardeo interrumpió al oficial y éste, debido al
sobresalto, tuvo que soltar su megáfono. Con todo, parece que sí logró hartar
al enemigo, pues cuando el agitador trató de recuperarlo, el francotirador
disparó desvelando su posición. No obstante, éste no se limitó a lanzar tan
sólo un cartucho. «Sonó otro disparo, la bala pasó volando junto a mi oreja. En
efecto, se había apostado frente a nosotros y buscaba la confrontación. Dos
disparos más, uno tras otro. El nazi disparaba con rapidez y decisión. Me tenía
acorralado tras los ladrillos, bastaba moverme un poco para que una bala
explosiva pasara silbando junto a mi cabeza», destaca Vasili.
Al verse arrinconado, «Vasia» decidió
dejar pasar unas horas y, finalmente, puso en práctica un curioso plan: ordenó
a su compañero que buscase un espejo y dirigiese la luz del sol hacia los ojos
de su enemigo. Cuando todo estuvo preparado, Gorozháev cumplió su cometido y,
mediante esa distracción, dio a Záitsev un espacio de unos segundos para poder
escapar del punto en el que estaba acorralo. A su vez, remató el plan ubicando
un maniquí en su lugar y poniéndose a cubierto. La trampa estaba lista. Tras
eludir el molesto reflejo, el alemán disparo contra el muñeco, desveló su
posición de nuevo y el binomio soviético acabó con su vida. Otra muesca más en
la culata del Mosin del cazador de los Urales.
El reto
definitivo
A pesar de haber acabado con decenas
de enemigos expertos, a Záitsev todavía le quedaba un último reto al que
enfrentarse: un «superfrancotirador» (así le conocieron los mandos soviéticos)
que había sido enviado por la plana mayor alemana para darle caza. «Al
interrogar a un prisionero, supimos que los mandos de la “Wehrmacht” estaban
seriamente preocupados por los daños infligidos por nuestros francotiradores, y
que un tal mayor Konings, director de la Escuela de Francotiradores de la
“Wehrmacht”, en las afueras de Berlín, había sido enviado a Stalingrado con el
propósito de liquidar al, en palabras del prisionero, “gran conejo ruso”»,
explica Vasili. La noticia no pareció preocupar demasiado a los oficiales
rojos. «Un mayor es pan comido para nuestros chicos. Tendrían que haber enviado
al Führer en persona», dijo un coronel al saber la noticia.
A pesar de la calma mostrada por sus
superiores, la noticia no gustó demasiado a Záitsev. Y más le inquietó cuando,
tras unos breves combates en los días posteriores, Konings logró herir a dos de
los francotiradores más experimentados de la unidad soviética.
«El maestro», como comenzaban a conocer al alemán, sería un blanco difícil de
abatir. Como primera medida, Vasili se dirigió junto con Kúlikov a la zona en
la que el nazi había vencido a sus dos compañeros. Allí, su enemigo les dio la
bienvenida a su modo. «El día estaba terminando. De repente, apareció un casco
que se movía despacio por la trinchera. ¿Debíamos disparar? No, era una trampa:
la inclinación del casco era muy poco natural. Lo movía el ayudante del
francotirador, mientras este esperaba a que yo me delatase. De modo que
permanecimos inmóviles hasta la noche», completa nuestro protagonista. La caza
había comenzado, y solo la paciencia determinaría quien sería el vencedor.
En los siguientes días, el binomio
soviético escudriñó con suma cautela lastrincheras enemigas buscando al «maestro», pero
fue en balde. Por su parte, Konings no mostró los dientes hasta la tercera
jornada. Su aparición la hizo cuando un comisario político llamado Danilov
llegó a la trinchera para saludar a Záitsev y afirmó que había descubierto
desde una posición de retaguardia donde se hallaba el enemigo. Al levantarse
para señalar el lugar, el alemán le disparó un tiro perfecto que hirió al
oficial. «Sólo un francotirador de élite era capaz de hacer un disparo como
ese, sólo un especialista podía haber disparado con semejante rapidez y
precisión. Sin duda, el alemán era un experto en el arte del camuflaje», afirma
«Vasia».
Ese disparo permitió a Záitsev
determinar la zona aproximada desde la que operaba su enemigo y, en base a
ello, establecer una serie de lugares en los que probablemente se escondería. Así
pues, intuyó que la más probable sería un escondrijo que había detrás de unos
cuantos ladrillos apilados y una chapa metálica. Hasta ese momento, el lugar
había pasado desapercibido, por lo que era sin duda un nido de francotirador
perfecto. Para corroborar su presentimiento, Vasili ordenó a su compañero que
alzara un guante militar atado a un palo por encima de la trinchera y… ¡premio,
Konings disparó! «Ahí tenemos a nuestra serpiente», afirmó por su parte
Kúlikov.
El binomio sabía dónde estaba su oponente,
pero la caza debería esperar, pues cayó la noche y, con ella, los bombardeos de la «Luftwaffe». La pareja decidió
que la mañana siguiente tampoco sería apropiada, pues la inclinación del sol
podría haber hecho que las miras de sus fusiles resplandecieran al sol, lo que
habría delatado su posición. La trampa llegó después de la hora de
comer. «Kúlikov se quitó el casco y lo levantó despacio, tentando una finta que
solo un tirador experto era capaz de ejecutar. El enemigo disparó. Kúlikov se
puso en pie, gritó y fingió desplomarse», completa Vasili. Konings cayó en la
trampa y, a continuación, alzó la cabeza por encima de la plancha de hierro
para corroborar si había dado a su presa. Záitsev, por su parte, estaba
preparado. «Apreté el gatillo y la cabeza del nazi desapareció», finaliza el
cazador de los Urales. Caída la noche, Záitsev y Kúlikov
acudieron a la posición enemiga para recoger el cadáver de Konings y, finalmente,
entregaron su documentación a sus mandos como prueba. El resto, como se suele
decir, es historia. Tras la liberación de Stalingrado, Vasili fue
condecorado como Héroe de la Unión Soviética y recibió dos órdenes de Lenin y dos órdenes de la Bandera Roja (entre
otras tantas). Finalmente, este héroe de la U.R.S.S.
falleció en 1991, con una lista de entre 220 y 245 objetivos abatidos a sus
espaldas. Curiosamente, sus palabras más recordadas fueron «Yo sólo sirvo a la
Unión Soviética». Esta fue la frase de un soldado cuyas hazañas, a día de hoy,
son criticadas por no pocos historiadores que afirman que sus vivencias fueron
exageradas por los mandos de Stalin para lograr crear un héroe artificial”
(texto do jornalista do ABC, Manuel P. Villatoro, com a devida vénia)
La increíble mentira soviética sobre la fotografía más famosa de guerra
“Finales de
abril de 1945. Berlín es sólo una sombra de la ciudad que un día fue durante el
Tercer Reich. En las calles donde antes paseaban orgullosas a paso de ganso las
tropas de Adolf Hitler, ahora se lucha encarnizadamente por
impedir inútilmente que los aliados avancen. Repentinamente, en la azotea del
Reichstag (la sede del parlamento alemán), un soldado soviético avanza hasta el
punto más alto del edificio e iza una bandera roja ataviada con la hoz y el
martillo. El acto significa la derrota de los nazis en la Segunda Guerra Mundial y, debido a su importancia
y su simbolismo, es capturado por un atrevido y suertudo fotógrafo. Esta es la
versión oficial que se explicó al mundo desde la U.R.S.S. en relación a una de
las instantáneas más famosas de la contienda, unos sucesos que nada tienen que
ver con la realidad.
Y es que, esta instantánea no fue
fruto del azar ni se produjo durante la contienda, sino que fue realizada en
una curiosa sesión fotográfica varios días después de que los combates hubieran
cesado. Todo ello, por orden de un avispado fotógrafo con ganas de ganarse un
hueco en la Historia. No contento con eso, el «artista» realizó además varios
retoques en la imagen una vez que fue revelada para que causase el mayor
impacto posible entre la población e, incluso, con el objetivo de que
escondiera algunas vergüenzas del «glorioso Ejército Rojo». Esta gran mentira logró
convencer a la población hasta la caída de la U.R.S.S. (momento en que la
verdad sobre esta operación de propaganda salió a la luz).
Esta curiosa historia es una de las
tantas que se pueden leer en «Las 100 mejores anécdotas de la Segunda Guerra Mundial»,
la tercera reedición de la famosa obra del historiador y periodista Jesús
Hernández. Este libro, concretamente, fue con el que este experto en
la Segunda Guerra Mundial se dio a conocer en el ámbito editorial en 2003. «Hoy
muchos lectores saben de mi gracias a obras como “Enigmas y misterios de la Segunda Guerra Mundial”
o “Breve Historia de la Segunda Guerra Mundial”,
pero no tienen en su poder el libro con el que me di a conocer. Por eso lo he
reescrito, he actualizado todos los datos y he añadido información que me ha
parecido interesante para completarlo», afirma el autor en declaraciones a ABC.
La toma del
Reichstag
Para entender la importancia de esta
instantánea (conocida a la postre como «Alzando una bandera sobre el
Reichstag», tal y como corroboran expertos como Gregorio Doval) es necesario
viajar en el tiempo hasta el 16 de abril de 1945. Y es que, fue exactamente ese
día cuando comenzó la Batalla de Berlín. Es decir, la última defensa a
ultranza de la capital del Reich por parte de las escasas tropas alemanas que
aún rendían culto a Hitler. En aquella época ya no era ningún misterio que los
aliados (especialmente los soviéticos, quienes disponían de más de dos millones
y medio de soldados y 6.000 carros de combate) avanzaban con el cuchillo entre
los dientes hacia el último reducto del Führer.
En su contra, el que fuera uno de los
líderes más poderosos de la primera mitad del SXX apenas pudo interponer
800.000 combatientes. Y la mayoría de ellos, además, no eran más que unos
pobres niños reclutados de las «Juventudes Hitlerianas» con falsas promesas de gloria
y un futuro imperio alemán comandado por un Hitler que, según les decían,
resurgiría de sus cenizas. Mentiras. Estos pequeños soldados estaban
acompañados, a su vez, de miles de ancianos armados y entrenados a la carrera
por los restos de las escasas unidades que habían logrado sobrevivir a los
continuos combates los aliados en media Europa. Eran, en definitiva, los
estertores de muerte de un Reich que trataba de tomar sus últimas bocanadas de
aire aún a sabiendas de que la suerte estaba más que echada.
Con el paso de los días, la situación
se recrudeció todavía más para los defensores, quienes –a pesar de todo-
estaban resueltos a defender al Führer. Un líder que, para muchos, ya había
perdido la cabeza hacía semanas. «El 23 de abril, el general Weidling,
comandante de la batalla de Berlín, informó a Hitler de que solo quedaba
munición para dos días de combate. No obstante, afirmó que defendería sus
posiciones mientras el cerco soviético se cernía sobre la ciudad, a escasas
manzanas del búnker donde Hitler se sumía en sus delirios. El
30 de abril, Berlín era un infierno encarnizado en el que los rusos tenían un
objetivo primordial: capturar el simbólico Reichstag, defendido con vigor por
su guarnición», explica Chriss Mann en su obra «Las Grandes Batallas de la
Segunda Guerra Mundial».
La misión de los soviéticos no era
sencilla, pues entre los muros del edificio gubernamental se defendían nada
menos que 5.000 miembros de las tristemente famosas Waffen-SS, las tropas más ideologizadas de toda
Alemania. «El Reichstag se convirtió en una auténtica fortaleza. Para ello se
minaron todas las calles que conducían al edificio, se colocaron barricadas y
se cavaron trincheras y fosas antitanque. Los alemanes dispusieron varias
piezas de artillería en el exterior y se hicieron fuertes en los sótanos,
reforzados con vigas de hormigón y acero», determina Hernández en su obra «Las
100 mejores anécdotas de la Segunda Guerra Mundial».
A pesar de la defensa a ultranza del
Reichstag, los soviéticos sabían del golpe moral que supondría para sus
enemigos perder este edificio. Por ello, los rusos cargaron sus fusiles Mosin-Nagant y sus subfusiles PPSh para, a finales
de abril, tomarlo al precio que costara. Y es que, como es mundialmente
conocido gracias a la «Orden 227», Stalin no tenía problema en anteponer
los objetivos a la vida de miles de sus soldados. A los militares del Ejército
Rojo no les quedó más, finalmente, que combatir por cada una de las
habitaciones del enclave para expulsar de él a los soldados de las SS.
La gran
mentira
En medio de aquel caos, en medio de
toda aquella vorágine de muerte, la versión oficial del gabinete de Stalin
afirma que el 30 de abril (cuando todavía no se había tomado totalmente el
Reichstag y aún resistían varios cientos de alemanes en varias de sus salas) un
soldado soviético logró llegar hasta el tejado del edificio. Una vez allí,
descolgó la bandera con la esvástica e hizo ondear el paño soviético con la hoz
y el martillo simbolizando así la toma de Berlín. Aquel momento –según lo que
contó la U.R.S.S.- fue tan impactante que un fotógrafo lo inmortalizó para la
posteridad con su cámara, dando lugar a una de las instantáneas más conocidas
de toda la Segunda Guerra Mundial. La verdad es bien diferente, pues la imagen
fue un montaje que se realizó el día 2 de mayo en base a lo que, según algunos
combatientes, había sucedido varias jornadas antes, pero había sido imposible
de inmortalizar.
«La apertura de los archivos secretos
de la Unión Soviética tras su disolución desmintió que la imagen fuera de aquel
día. El fotógrafo de guerra Yevgeni Jaldéi (1917-1997), de la agencia de prensa
TASS, preparó la escena el 2 de mayo, cuando el Reichstag estaba ya asegurado.
Para ello pidió a varios soldados que posasen de esa manera, colocando la
bandera en la parte más alta del edificio. De las numerosas fotos resultantes
de la sesión, escogió la que luego se haría mundialmente conocida», explica
Hernández en su obra. Al parecer, lo único que pretendían los soviéticos era
hacer una instantánea igual de impactante que la de los americanos en Iwo Jima.
Con todo, esa no fue la única «trampa»
que protagonizaron los soviéticos con dicha fotografía. Y es que, una vez que
la instantánea llegó a Moscú, los mandamases de la época decidieron que no era
todo lo que heroica que debía ser y que necesitaba algún que otro retoque para
quedar perfecta. El primero de ellos fue eliminar uno de los dos relojes que el
soldado del Ejército Rojo que portaba la bandera tenía en una de sus muñecas.
Puede parecer algo absurdo, pero la
razón es bastante sencilla: lo había obtenido saqueando los cadáveres de los
soldados alemanes asesinados por sus compañeros aquel día. No se podía tolerar
que el resto de los mortales supieran ese dato, así que fue eliminado. A su
vez, y tal y como señala Hernández en su obra, fueron añadidas dos columnas de
humo en el fondo de la imagen para que la situación de Berlín pareciese más
dramática.
Montado el teatro, ya sólo quedaba difundir
la fotografía y esperar a que se hiciese famosa. «La histórica instantánea
sería publicada por primera vez el 13 de mayo en la revista ilustrada Ogonyok;
a partir de entonces sería ampliamente reproducida en todas las publicaciones
soviéticas e, incluso, en sellos de correos», explica el historiador en su
libro. Finalmente, la prensa hizo el resto del trabajo y «Alzando una bandera
sobre el Reichstag» se convirtió pronto en todo un símbolo de la victoria de la
U.R.S.S. sobre Adolf Hitler y sobre el nazismo. Acababa una guerra, pero
comenzaba una leyenda… falsa.
Con todo, a día de hoy se desconoce
quién fue el artífice de esta operación aunque, como en todo, no faltan las
teorías. Hernández, tras llevar a cabo las pertinentes investigaciones, apunta
directamente al «camarada Stalin», aunque explica que es imposible
corroborarlo: «Se ha especulado con que fue el propio Stalin el que animó al
Departamento de Propaganda a conseguir esta histórica fotografía al contemplar
con envidia la gran difusión que estaba teniendo la imagen de los soldados
norteamericanos izando la bandera de las barras y estrellas en Iwo Jima. Por lo
tanto, según esta hipótesis, el dictador soviético decidió contrarrestarla con
una escena similar».
¿Quién puso la
bandera?
Además de esta operación secreta de
propaganda, los soviéticos también mintieron en torno a quien fue el encargado
de izar la bandera sobre el Reichstag. En principio, se consideró que el
responsable fue un sargento georgiano llamado Meliton Kantaria (el cual fue condecorado
como héroe de la Unión Soviética). Sin embargo, con el paso de los años y las
sucesivas investigaciones históricas el honor fue pasando de soldado en
soldado.
«En realidad, ese honor debía
corresponder al hombre que realmente colocó por primera vez la bandera roja en
el emblemático edificio, a las 22:40 del 30 de abril de 1945: el ruso Mijail
Petrovich Minin. Cuando todavía se estaba combatiendo en las salas y pasillos
del Reichstag, Minin y otros tres hombres se ofrecieron para subir a la azotea y
plantar allí la bandera, con la promesa de sus superiores de que, si lo
conseguían, serían nombrados héroes de la Unión Sovíetica», explica Hernández.
No obstante, la operación de propaganda hizo que no recibieran tal honor hasta
1995” (fonte: ABC com a devida vénia)
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