Reconstrucción del
último medio año convulso en Venezuela tras las elecciones de julio, de las
denuncias de fraude de la oposición, el exilio de González Urrutia, a la
presentación de las actas, la represión y persecución chavista y la tensión
ante la toma de posesión del próximo día 10. Las caras son de asombro. A medida
que reciben las actas de votación desde todos los puntos de Venezuela, tras las
elecciones celebradas el 28 de julio, las personas encerradas en el edificio
descubren que ocurre algo grave de lo que hay que informar al presidente.
Nicolás Maduro había recibido en campaña electoral decenas de dosieres con
estudios, sondeos, focus groups y todo tipo de métodos sofisticados avalados
por las universidades más prestigiosas. En todos, la victoria era suya. Entre
esos consejeros hay uno que ofrecía su mano a un serrucho si se demostraba que
estaba equivocado. Sin embargo, las comunicaciones que llegaban al Consejo
Nacional Electoral (CNE), en Caracas, demuestran que los asesores estaban
equivocados, siempre según una fuente del máximo nivel. Esta persona llevaba
días observando con sorpresa el autoengaño al que se sometía la cúpula del
Gobierno. Ahora, la verdad se ha revelado y todo es congoja y turbación. En ese
instante de shock comienzan seis meses de huida chavista hacia adelante con un
único propósito: mantener el poder. Cueste lo que cueste.
En los días
siguientes, Maduro apenas duerme. Multiplica sus apariciones públicas. Se
muestra ojeroso, irritado, con un tono grave que sus más allegados conocen
bien. Solo se relaja por momentos, cuando intercambia miradas y gestos de
complicidad con el amor de su vida, Cilia Flores. Las elecciones debían servir
para legitimarlo a ojos del resto de presidentes del mundo. Para que Estados
Unidos levantara las sanciones al petróleo y el oro y la economía venezolana,
que había crecido en los dos últimos años, se disparara de una vez. Era la
oportunidad de pasearse por las multilaterales sin que le hicieran el vacío ni
cuchichearan a sus espaldas. De paso, había llegado la hora de torcerle el
brazo al reverso de Cilia, es decir, a la mujer que más odia en este mundo, la
opositora María Corina Machado. En su presencia, sus asesores se referían a
ella como “esa”, “la innombrable”, “la loca”. Había que destruirla, acabar con
Machado, fumigarla en las urnas. Pero los planes no habían salido bien.
Se suceden 160 días
de conflicto entre el Gobierno y la oposición ante los ojos del mundo. Esa
controversia por ver quién es el verdadero ganador de las elecciones tiene su
momento culmen este 10 de enero, el día de la toma de posesión. Maduro ha
reiterado que nada le impedirá cruzarse en el pecho la banda presidencial y
mantenerse otros seis años en el Palacio de Miraflores, una casona de estilo
neoclásico en la que duerme a menudo por miedo a que lo maten. Ha desplegado
tropas por el país, ha mandado inspeccionar cuarteles y buscar debajo de los
colchones signos de traición. Edmundo González Urrutia, que se encuentra desde
este fin de semana de gira por América, ha asegurado que será él quien el
viernes salga al balcón recién nombrado presidente, porque así lo han dictado
las urnas. Estados Unidos sostiene que le ayudará a lograr su cometido, pero no
ha revelado la manera. En Venezuela, en las calles, se respira que algo grande
va a ocurrir.
La sospecha de que
Maduro cometió un fraude comienza a los pocos minutos de que se anunciase su
victoria, a la medianoche del 28. En los primeros minutos del 29. El presidente
del CNE, Elvis Amoroso, un amigo cercano del matrimonio Maduro-Flores, estaba obligado
por ley a mostrar las actas, pero ni lo hizo en esos días ni lo hará nunca. Eso
echa a las calles a decenas de miles de venezolanos, disgustados con el rumbo
que han tomado las cosas.
Se derriban
estatuas de Hugo Chávez a golpe de martillo, se pisotean sus bustos, se queman
llantas. El ambiente está envenenado. Se desató entonces la represión más
grande que ha vivido el país en los últimos 60 años. Las autoridades detienen a
más de 2.000 personas, muchos manifestantes, pero también gente que se ha
burlado del chavismo en TikTok. La policía y el servicio secreto derriban
puertas de pescadores y vendedores ambulantes a los que su vecino los ha
denunciado, ya por ser antichavistas o por algún ajuste de cuentas. Reina la
locura.
González Urrutia y
Machado blanden las actas recogidas por sus testigos. Después de años y años
sometidos por el chavismo, los opositores han aprendido de sus tácticas. La
organización, el despliegue, las concentraciones, el entusiasmo a prueba de
bombas. Y el verbo encendido y abrasador, el dardo en la palabra que erosiona
al contrincante: “Llega un nuevo amanecer, la transición está en marcha, el
final del régimen se encuentra detrás de esa nube que surca el cielo”. El
chavismo cierra filas espantado. Maduro se rodea de los más fuertes, los que
sabe que no tienen miedo a acabar en un tribunal de La Haya. Descabeza a
generales y pone a otros de reemplazo. Teme una rebelión interna. También que
le envenenen, que le dispare un francotirador desde una azotea. Le da a
Diosdado Cabello plenos poderes en las fuerzas de seguridad. Cabello, duro
entre los duros. Por si las dudas, presentaba un programa que se llama Con el
mazo dando.
El 30 de julio,
apenas dos días después de las elecciones, ocurren muchas otras cosas. González
Urrutia aparece por última vez en público y después se refugia en la embajada
de Países Bajos. Los observadores electorales del Centro Carter se marchan
alarmados del país, pero antes publican un comunicado que resulta un torpedo
para la versión chavista: “Las elecciones no pueden considerarse democráticas”.
Al día siguiente, el 31, Maduro acude al Tribunal Supremo de Justicia (TSJ),
bajo su ala, para solicitar un peritaje electoral.
La llave de todo
parecían tenerla los presidentes de izquierdas de los principales países
latinoamericanos, México, Brasil y Colombia. Andrés Manuel López Obrador, Luiz
Inácio Lula Da Silva y Gustavo Petro se reúnen y acuerdan el 3 de agosto sentar
en la mesa a González Urrutia y a Maduro. El principal operador político de
Maduro, Jorge Rodríguez, responde que no le parece una mala idea. Cuando los
cancilleres de esos países intentan concretarlo les resulta imposible. Nadie
contesta el teléfono en Miraflores.
A partir de ahí se
precipitaron los acontecimientos. El TSJ cita el 8 de agosto a González
Urrutia, que no se presenta —piensa que es una maniobra de distracción—. El
panel de Expertos de la ONU, al día siguiente, decidió hacer público el informe
que, inicialmente, solo iba a ser visto por su secretario general. Concluye:
“El proceso de gestión de resultados por parte del CNE no cumplió con las
medidas básicas de transparencia e integridad que son esenciales para la
realización de elecciones creíbles”.
Comienza el asedio
a González Urrutia. El Supremo abre a la vez una investigación por desacato. La
Fiscalía venezolana, liderada por otro halcón del chavismo, Tarek William Saab,
emite una orden de captura contra él. El 7 de septiembre, el opositor se marcha
de la sede diplomática de Países Bajos, donde estaba escondido sin que nadie lo
supiera, y se refugia en la residencia del embajador de España. Tenía 74 años
cuando recibió el encargo de Machado de presentarse a las elecciones en su
nombre. Aceptó, pese a las dudas de su esposa y a que estaba jubilado hacia
rato y se pasaba las mañanas jugando al tenis. Con todo lo que estaba
ocurriendo ahora, se dio cuenta de que no midió bien lo que se le vendría
encima. No solo él corre riesgo de ir a la cárcel, sino su familia entera. Sus
propiedades, confiscadas. Su mundo, destruido. Había prometido no marcharse de
Venezuela, pero esto es demasiado. Llega el momento de parar.
Eudoro Rodríguez,
íntimo amigo de González Urrutia, contacta con Jorge Rodríguez, operador
político de Maduro y psiquiatra con fama de Maquiavelo. Rodríguez responde que
están dispuestos a dejarlo ir, pero antes tenía que firmar una carta en la que
se compromete a mantener un perfil bajo en Madrid y a acatar los resultados.
Machado se entera de la jugada y comienza a llamar por teléfono a González
Urrutia. No obtiene respuesta. González Urrutia firma y se sube a un avión de
la Fuerza Aérea española.
Ese parece el fin
de la oposición. Maduro y Rodríguez lucen exultantes, felices por su marcha.
Pero Machado actúa con frialdad. Ya no es la diputada enérgica que se enfrentó
a Chávez cuando Chávez era dios, 12 años antes, sino una estratega que no se
deja llevar por las emociones. No rompe con González Urrutia, no lo critica en
público. Al contrario, le anima a seguir juntos la lucha por una transición
democrática en el país. A los pocos días de vivir en Madrid, González Urrutia
asegura que firmó la carta bajo coacción. Es decir, no se ha rendido. Pasa septiembre,
y en octubre, el día 2, el Centro Carter presenta las actas ante la OEA
(Organización de los Estados Americanos) que dan como ganador a González
Urrutia, por más del doble de votos. Las actas que tienen los opositores son
auténticas, concluyen.
Siguen dos semanas
valle, donde nada ocurre. De la nada, surge la furia chavista. Maduro cambia a
los responsables de la inteligencia militar y civil. Lanza una campaña llamada
“dudar es traición”. Y da pie a una purga en la estatal petrolera PDVSA. Nadie
está a salvo.
Maduro y los suyos
se ven ingresando en los BRICS, la alianza política y económica de países
emergentes no alineados con Washington. Maduro viaja a su cumbre en Kazán
(Rusia) el 24 de octubre. Llega con una boina negra y un abrigo del mismo color
hasta los pies. Se reúne con Vladímir Putin y da por hecho que entrará en el
club. Ni lo logra. Brasil veta su ingreso y Maduro se va de manos vacías. Se
vienen días eléctricos entre ambos países. Saab dice que Lula es otro desde su
salida de la cárcel, llegando a insinuar que en realidad se trata de otra
persona, un doble contratado por la CIA. El canciller venezolano, Yván Gil, le
rectifica en público y ese fuego se va apagando, hasta extinguirse.
Eso no amilana a
Saab, que el 7 de noviembre pidió a Interpol lanzar una alerta roja en contra
González Urrutia. El 18, el Gobierno, en un gesto de apertura, empezó a
excarcelar a detenidos. Una semana después, lo que nadie se espera del tímido
González Urrutia: asegura que tomará posesión el 10 de enero, de cuerpo
presente. Al chavismo le suena a bravata, pero responde con agresividad desde
todos los frentes. Cabello afirma que caerá preso en el momento en el que pise
suelo venezolano.
El chavismo entonces se enroca y aprueba, a finales de noviembre, una ley para perseguir a discreción a sus enemigos. Ese mismo día, Washington responde aplicándole una sanción individual a Daniella Cabello, la hija de Diosdado. Daniella es solo un personaje de la farándula, sin ninguna importancia política. El asunto se vuelve personal. La historia se acelera este diciembre. Así es Venezuela, periodos de calma seguidos de días de vértigo. Los de Navidad lo han sido. González Urrutia golpea el avispero de nuevo: llegará a Caracas y entrará por la puerta del Palacio de Miraflores. Las trompetas sonarán por él. Asegura no tener miedo a ser arrestado. La cúpula chavista ordena un despliegue de unidades por todo el país, requisas, inspecciones, controles de carretera, puertos y espacio aéreo. Han empapelado todas las dependencias gubernamentales con la foto de González Urrutia y la recompensa de 100.000 dólares que ofrece la policía por información que conduzca a su captura, como si fuera un forajido. Este fin de semana, el opositor se pasea por Argentina, Uruguay y EE UU. Más cerca de Maduro que nunca. En Caracas le aguarda Maduro, dispuesto a todo. El viernes, solo uno de los dos será presidente de Venezuela (El Pais, texto dos jornalistas Juan Diego Quesada, Florantonia Singe e Alonso Moleiro)
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