Escribirlo para que deje de ser un secreto a voces: me he ido de Venezuela. No fue ayer, ni hace un mes. Ha costado más de un año entero decirlo en voz alta y escribirlo sin que el anuncio se tiña de extremos que no me parecían justos. Cuando nada más irme pensaba en escribir este texto, me aterraba la idea de hacer una crónica extensa de mis últimos meses allí, donde el confinamiento no hizo sino exacerbar los problemas a los que ya antes nos enfrentábamos en Caracas y que el lector que ha seguido mis crónicas en El Confidencial desde 2015 conoce bien. No quería –me dolía, me duele– una crónica-letanía de horror tras horror, de profundos oscuros. Es duro despotricar del lugar donde, a pesar de haber vivido penurias, se ha sido enormemente feliz.
Tampoco deseaba una oda al Ávila –la montaña que circunda Caracas–, a las guacamayas, a la lluvia con sol y a los atardeceres mágicos, al olor a café recién colado, al gentilicio, todo cosas que he extrañado hasta las lágrimas durante estos meses. Esa Caracas existe, pero es la foto de Instagram que encuadra una parte hermosa y se olvida del todo. Hace un año corría el riesgo de hacer una de esas dos crónicas, extremas, en blanco o negro. Pero en Venezuela, la oscura y la soleada, siempre lo he dicho, cohabitan una enorme escala de matices grises.
10
años, mil cambios
Cuando llegué en 2010, Venezuela estaba gobernada por un Hugo Chávez imbatible, sano, con una oposición venida a menos, desunida. Aunque había escasez de algún producto de modo ocasional, los supermercados estaban abastecidos, al igual que las farmacias. Había liquidez en la calle –que no riqueza–, y la creencia de que ser un país petrolero daba dinero hasta el infinito y más allá.
Por
aquel entonces existía Cadivi –la “Misión Clase Media”– un sistema de control
de divisas donde no se podían obtener dólares libremente a no ser que, tras
farragosos trámites, se compraran al Gobierno, eso sí, subsidiados y a precio
de ganga. Esto permitió a muchos viajar y estudiar en el extranjero, comprar
teléfonos y ordenadores que yo, a mis entonces 25 años ni soñaba. Bajo este
control férreo también hubo chanchullos y guisos y, como no se pueden vender
duros a tres pesetas, un hueco en las arcas del Estado.
Vi
a la oposición unirse, por fin, y elegir a un candidato único para batirse con
Chávez. Vi a Henrique Capriles crecer y viajar por cada rincón del país,
empezando por Roraima. Vi a Capriles casi conseguirlo.
Viví
la enfermedad y muerte de Hugo Chávez, la llegada de un Nicolás Maduro que
lanzaba chascarrillos como aquel del pajarito que hizo pensar a todos que no
duraría ni un asalto. Un titular escoció mucho en su día, pero sigue vigente:
“ha mostrado ser un político más astuto de lo que muchos pensaban” (antes de
echarme a los leones, echen mano de la RAE).
Vi
enecientas propuestas buenas y otras nefastas de la oposición. También vi cómo
los persiguieron, acosaron, acorralaron, encarcelaron, exiliaron. No solo a las
caras visibles, también a sus equipos. Hubo una ventana de oportunidad para la
reconciliación allá entre 2014 y 2015. Y la vimos desvanecerse.
He
visto protestas pacíficas, protestas que acababan con heridos, manifestantes
encarcelados, periodistas golpeados y robados, protestas que acababan con muertos.
He visto, a pocos metros de mi casa, cómo las fuerzas del Estado mataban a un
chaval lanzándole una bomba lacrimógena en el pecho.
Empezamos
a ver y vivir el abismo. El sistema económico basado en control e
incertidumbre, el gasto público desordenado y desorbitado detrás de la campaña
electoral de Chávez y la posterior de Maduro, unidos a la corrupción,
resquebrajaron una economía que se tambaleaba en arenas movedizas hace años.
Viví
(y sufrí) las colas, la escasez de productos tan básicos como arroz o pan, el
mercado negro. Me tocó salir del país y traer desodorante de regalo o cargar
bolsas llenas de medicamentos. Vi cómo el hambre hizo mella hasta la muerte.
Vino la escasez de agua y el tener que bañarnos día sí día también con un cubo.
Y los apagones. Tan intensa fue la experiencia que daría para un capítulo
entero de un libro.
Vi
el humor venezolano aguarse a medida que pasaban los años, que fueron de
profundos cambios en el país y en el tejido social. Nadie sale inmune de una
guerra intestina silenciosa, de tantos rotos en el mapa. Hoy hay más de 6
millones de venezolanos que han migrado en busca de una vida mejor y que son, como
en el poema de Gelman, plantas monstruosas con raíces en un lado del mundo y un
sol que les mira en un lugar extraño.
Luego
están los que se han quedado, optimistas sin remedio o a la fuerza, que bregan
cada día para que no les quiten su parcela de felicidad, a los que también les
ha tocado reinventarse mil veces dentro de sus propias fronteras.
Tampoco
fui ajena a esto. Mi círculo de amigos trasmutaba después de cada nuevo ciclo
de protestas. Recolecté trastos y libros en cada despedida. Hoy son los míos
los que ven nuevas estanterías o aguardan en cajas.
Opinión
Los tiempos más movidos y duros fueron también los que me vieron crecer más en lo personal y lo profesional. Trabajé hasta el cansancio (por su salud física y mental, no lo hagan) y aprendí como nunca. Hay hitos menos dramáticos que forman parte de mi memoria feliz. Recordaré siempre con cariño aquel 6D en el que, por primera vez, di un reporte en vivo para la televisión. Y su adrenalina posterior. O cuando mis textos salieron publicados en lugares que nunca habría soñado.
Las
jornadas exhaustas que terminaban en Altamar, nuestro Chaliapin caraqueño, sin
Metropole, pero con piano y algún amigo que se arrancó alguna vez a tocar. El
haber conocido a tantos compañeros que hoy son una familia extendida y cuya red
se extiende por varios países. Eso no tiene precio.
El
que, hasta en las peores circunstancias, en los momentos más duros y de mayor
escasez, siempre había alguien que brindara una tacita de café o regalara un
“buenos días” al subir al carrito por puesto. La vecina que me regaló una bolsa
llena de aguacates enormes. Evelin, su casa, su mata de mango generosa. Los
tantos que me han ayudado incluso cuando ya traspasé las fronteras. La luz.
Luz.
La lista es eterna porque, lo que pidas, el Caribe te lo da. En otras latitudes, con menos sol e, incluso, otro idioma, te sigo encontrando en cada esquina. Formas parte inseparable de mi historia. Y sé que, algún día, regresaré. Volveré a tu Caribe y a tu Ávila. Volveré y alegrarás la sombra de mis cejas. Mientras ese momento llega: gracias y hasta pronto, Venezuela (El Confidencial)
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