"En mayo de
2010, publicamos un artículo académico titulado Crecimiento en una época de
deuda, cuya conclusión principal, usando datos de 44 países a lo largo de 200
años, era que tanto en los países ricos como en los que están en vías de
desarrollo, los elevados niveles de deuda pública —concretamente, una deuda
pública bruta equivalente al 90% o más de la producción económica anual de un
país— se asociaban con unos índices de crecimiento considerablemente más bajos.
Teniendo
en cuenta los debates que están teniendo lugar en el mundo industrializado, desde
Washington hasta Londres pasando por Bruselas y Tokio, sobre la mejor manera de
recuperarse de la Gran Recesión, ese artículo, junto con otras investigaciones
que hemos publicado, ha sido citado con frecuencia —y, a menudo, de forma
exagerada o tergiversada— por políticos, analistas y activistas de todo el
espectro político. La semana pasada, tres economistas de la Universidad de
Massachusetts, en Amherst, publicaron un artículo que criticaba nuestros
hallazgos. Descubrieron correctamente un error de codificación en una hoja de
cálculo que nos llevó a calcular mal los índices de crecimiento de países
altamente endeudados desde la Segunda Guerra Mundial. Pero también nos acusaron
de cometer “graves errores” derivados de la “exclusión selectiva” de datos relevantes
y de una “ponderación poco convencional” de las estadísticas, que son unas
acusaciones que rechazamos categóricamente. (En el apéndice que acompaña a este
trabajo, solo disponible en Internet, explicamos las cuestiones metodológicas y
técnicas que son objeto de discusión.)
Nuestra
investigación, e incluso nuestros méritos y nuestra integridad, han sido
atacados con virulencia en los periódicos y en la televisión. Los dos hemos
recibido mensajes por correo electrónico llenos de odio, e incluso amenazantes,
en algunos de los cuales se nos culpa de los despidos de funcionarios, de los
recortes en los servicios públicos y de las subidas de impuestos. Como
economistas universitarios de carrera (el único servicio público de alto nivel
que hemos prestado ha sido en el departamento de investigación del Fondo
Monetario Internacional), estos ataques nos parecen un triste comentario sobre
la politización de la investigación en las ciencias sociales. Pero nuestras
opiniones no son lo que importa aquí.
Los
autores del informe que se publicó la semana pasada —Thomas Herndon, Michael
Ash y Robert Pollin— afirman que nuestras “conclusiones han servido de baluarte
intelectual para apoyar la política de austeridad”, e instan a los legisladores
a “reconsiderar el plan de austeridad tanto en Europa como en EE UU”.
Una
reconsideración ponderada de la austeridad es el camino responsable para los
legisladores, pero no por las razones que indican los autores. Sus conclusiones
son menos espectaculares de lo que a ellos les gustaría hacerles creer. Nuestro
estudio de 2010 descubrió que, a largo plazo, el crecimiento es aproximadamente
un punto porcentual más bajo cuando la deuda es del 90% o más del producto
interior bruto. Los investigadores de la Universidad de Massachusetts no
rebaten esta conclusión fundamental, que varios investigadores han explicado
con más detalle.
Los
estudios académicos sobre la deuda y el crecimiento se han centrado durante
algún tiempo en identificar la causalidad. ¿La deuda elevada refleja meramente unos
ingresos fiscales menores y un crecimiento más lento? ¿O perjudica la deuda
elevada al crecimiento?
Siempre
hemos opinado que la causalidad se observa en ambas direcciones, y que no
existe ninguna regla válida para todas las épocas y para todos los lugares. En
un informe publicado el año pasado con Vincent R. Reinhart, analizamos
prácticamente todos los episodios de deuda elevada prolongada en las economías
avanzadas desde 1800, y en ningún lugar afirmábamos que el 90% fuera un umbral
mágico que transforma los resultados, como han dado a entender los políticos
conservadores.
Sí
descubrimos que los episodios de deuda elevada (90% o más) eran poco
frecuentes, largos y costosos. Solo había 26 casos en los que la relación
deuda/PIB superara el 90% durante cinco años o más; el periodo medio de deuda
elevada era de 23 años. En 23 de los 26 casos, el crecimiento medio era más
lento durante el periodo de deuda elevada que en los periodos con unos niveles
de deuda más bajos. De hecho, las economías crecían a una tasa media anual de
aproximadamente el 3,5% cuando la relación era inferior al 90%, pero solo a un
ritmo del 2,3% de media con unos niveles de deuda relativa más elevados.
(En
2012, la relación deuda/PIB fue del 106% en EE UU, del 82% en Alemania y del
90% en Gran Bretaña; en Japón la cifra es del 238%, pero Japón es en cierta
manera excepcional porque son sus habitantes los que poseen casi toda la deuda
y es un acreedor del resto del mundo.)
El
hecho de que los episodios de deuda elevada duren tanto indica que no se deben,
como sostienen algunos economistas liberales, simplemente a unas recesiones en
el ciclo económico.
En
Esta vez es distinto, nuestra historia de 2009 sobre las crisis financieras a
lo largo de ocho siglos, descubrimos que cuando la deuda soberana alcanzaba
unos niveles insostenibles, también lo hacía el coste de endeudamiento,
suponiendo que fuera siquiera posible obtener préstamos. La actual situación a
la que se enfrentan Italia y Grecia, cuyas deudas se remontan a principios de
la década de 1990, mucho antes de la crisis financiera mundial de 2007-2008,
corrobora este punto de vista.
Esta
discusión con carga política, especialmente intensa en la última semana más o
menos, ha equiparado falsamente nuestro hallazgo de una asociación negativa
entre la deuda y el crecimiento con un llamamiento inequívoco a la austeridad.
Estamos
de acuerdo en que el crecimiento es un objetivo difícil de alcanzar en épocas
de deuda elevada. Sabemos que recortar el gasto y aumentar los impuestos es
difícil en una economía con un crecimiento lento y un desempleo persistente. La
austeridad raras veces funciona sin unas reformas estructurales —como por
ejemplo cambios en los impuestos, en las normativas y en las medidas
relacionadas con el mercado laboral— y si se diseña mal, puede afectar de una
forma desproporcionada a los pobres y a la clase media. Nuestro consejo
habitual ha sido evitar que se retire el estímulo fiscal demasiado rápidamente,
que es una postura idéntica a la que mantienen la mayoría de los economistas
convencionales.
En
algunos casos, hemos sido partidarios de unas propuestas más radicales, entre
las que se incluye la reestructuración de la deuda (una expresión educada para
una suspensión de pagos parcial) pública y privada. Dichas reestructuraciones
ayudaron a resolver el aumento de la deuda durante la Primera Guerra Mundial y
la Depresión. Y durante mucho tiempo hemos estado a favor de amortizar la deuda
soberana y la deuda principal de los bancos en la periferia europea (Grecia,
Portugal, Irlanda y España) para impulsar el crecimiento.
En
EE UU, abogamos por la reducción del principal de la hipoteca en las viviendas
en las que la hipoteca es más alta que el valor de la casa. También hemos
escrito sobre unas soluciones plausibles que implican una inflación
moderadamente más elevada y una “represión financiera” (reducir los tipos de
interés ajustados a la inflación, lo que equivale en realidad a gravar a los
tenedores de bonos). Esta estrategia contribuyó a las significativas
reducciones de la deuda que siguieron a la Segunda Guerra Mundial.
En
resumidas cuentas, muchos países de todo el mundo tienen unas deudas públicas
extraordinariamente elevadas según criterios históricos, especialmente cuando
se tienen en cuenta los programas de ayuda médica y de ayuda a la tercera edad.
La eliminación de esas cargas de la deuda implica normalmente una
transferencia, a menudo dolorosa, de los ahorradores a los prestatarios. Esta
vez no es diferente, y el último follón académico no debería desviar nuestra atención
de ese hecho"
(texto de Carmen M. Reinhart y Kenneth S. Rogoff, profesores de Harvard,
Traducción de News Clips. Copyright del New York Times News Service 2013, publicado
no El Pais, com a devida vénia)