Unos 1,5 millones de neoyorquinos, en una ciudad de casi nueve, dependen hoy del reparto de alimentos para subsistir. Es la nueva pobreza derivada de la covid-19, que engorda unas filas del hambre no inéditas, pero sí sonrojantes en algunas áreas. “Yo pateo mucho mi barrio, y cada día me encuentro decenas de nuevas personas sin hogar, la situación es alarmante”, explica Ramos, savia nueva del Partido Demócrata, especialmente combativa en una emergencia “abocada a un invierno muy crudo” y en vísperas de unas elecciones en las que, en los programas económicos de los candidatos, entre la vanagloria prepandémica de Trump y el brindis de Biden a la clase media, no parece haber espacio para los nuevos parias.
En siete meses,
desde que comenzó la crisis sanitaria, los bancos de alimentos de la ciudad han
recibido 12 millones de visitas, un 36% más que en el mismo periodo del año
anterior, según la ONG City Harvest. La demanda de comida gratis es tal que se
ha creado una aplicación online para buscar despensas comunitarias por zonas.
Según un estudio de la Universidad de Columbia, ocho millones de estadounidenses
han engrosado las filas de la pobreza desde mayo, cuando concluyó el plan de
ayudas, como un cheque de 1.200 dólares y una paga extra semanal de 600 a los
desempleados.
“No hablamos de
indigentes, sino de gente que tenía dos, tres trabajos precarios, y hoy en el
mejor de los casos son vendedores ambulantes y con eso no pueden alimentar a su
familia; también de muchas personas que por carecer de documentos no pueden
solicitar ayudas”, explica Ramos por teléfono. “Pero aunque la pandemia sea una
novedad, no lo es el déficit estructural, ignorado durante demasiados años, y
que la covid solo ha contribuido a poner de relieve. La ayuda de las
Administraciones es muy limitada, de hecho se han recortado fondos federales
para los bancos de alimentos, lo que ha potenciado aún más las redes de apoyo
comunitarias. Por ejemplo, el refrigerador que hemos instalado a la entrada de
la oficina, disponible 24 horas al día toda la semana, y que se vacía
enseguida”.
Partidaria de dar
“una solución política a un problema de fondo”, Ramos ha presentado un proyecto
de ley para gravar la fortuna de los milmillonarios. “En siete meses los
habitantes más ricos de Nueva York han visto incrementados sus ingresos en
77.000 millones de dólares; pues bien, el impuesto que propongo [para combatir
la crisis] solo supondría un tercio”, explica. En junio de 2019, logró que el
Senado de Nueva York aprobase una ley de comercio justo para los entre 80.000 y
100.000 trabajadores del campo del Estado, que por primera vez disfrutan de derechos
tales como un subsidio de desempleo; gracias a esa iniciativa los tiene de su
lado para combatir el hambre.
Al margen de
campañas concretas como la de Ramos, el grueso de la distribución de ayuda
recae en organizaciones humanitarias o caritativas, muchas de ellas ligadas a
confesiones religiosas. Por eso los coloridos carteles de la despensa
comunitaria Love wins, en Jackson Heights (Queens), hacen pensar en un primer
momento en la presencia de una congregación evangélica, aunque la bandera
arcoíris enseguida saca del error. Cada viernes, una treintena de voluntarios
–algunos de ellos, a su vez, beneficiarios de la ayuda– convierten un bar de
ambiente LGTBI obligado a cerrar por la pandemia en despensa para los vecinos,
que forman dos filas (hay una solo para los mayores) horas antes de que empiece
el reparto. Gracias a suministros de la ONG del chef José Andrés, World Central
Kitchen y, desde la semana pasada, del banco de alimentos del Ayuntamiento, han
dado de comer a miles de personas desde abril.
Carmita Sancho,
ecuatoriana, aguarda con sus dos hijas pequeñas. “Mi esposo lleva más de seis
meses parado, y lo poco que teníamos ahorrado se nos fue en la renta de la
casa, de 1.750 dólares. Yo tengo dos hijos más en Ecuador y ya no puedo
mandarles dinero, se ocupa mi mamá, pero ella también depende de lo que yo
envíe, así que no solo pasamos apuros acá. Yo cuidaba los niños de unos
europeos, pero con el virus se fueron enseguida. Mi esposo trabajaba en la
construcción y ahora como mucho le llaman cinco días al mes, con eso no
comemos”, cuenta en un meandro de la cola del reparto, que da la vuelta a la
manzana, rodeada por decenas de vecinos asiáticos, más esquivos.
Del relato de
Sancho se derivan unas cuantas consecuencias profundas de la pandemia: el
cierre del grifo de las remesas, que mantenían con vida muchas economías en los
países de origen; la incapacidad de afrontar el pago de un alquiler –en una
ciudad de rentas por las nubes–, o las facturas de la luz o la calefacción; el
inminente horizonte de la pobreza energética ante millones de estadounidenses
mientras la pandemia se agudiza. “¿De qué sirve que se hayan paralizado los
desahucios por la situación de emergencia si el casero puede cortar la luz o el
agua por impago, acosando al inquilino para que se vaya?”, se pregunta Daniel
Puerto, uno de los organizadores de Love Wins. “El problema era, y es, la falta
de vivienda asequible, la falta de acceso a la salud, la ausencia de un
abordaje integral de las necesidades de colectivos que ya estaban en los márgenes
del sistema”.
En una calle
antaño comercial de Lower East Side, en Manhattan, que exhibe el cierre
metálico de un comercio tras otro, tres afroamericanos de cabello blanco
discuten a las puertas del viejo caserón de Bowery, una misión cristiana fundada
en 1879 –la antítesis en espíritu y doctrina de Love Wins–, si les conviene
registrarse en el albergue para acceder al ropero. El otoño ha adquirido de
repente un cariz agrio, y la lluvia desvela las caries de los edificios,
menesterosos, casi dickensianos en la crudeza del ladrillo. “Somos viejos
conocidos ahí dentro [de la misión], nos dan comida hace tiempo, pero ahora con
la pandemia y el frío no lograremos salir adelante, ni siquiera con ayuda”,
dice como epitafio Georges, mientras se encoge de hombros, tal vez de frío (El
Pais)
Sem comentários:
Enviar um comentário