
En primer lugar, puede haberse producido lo que se conoce como una espiral del silencio: es decir, la conjunción de una serie de factores ambientales que propician la aparición de un voto oculto y silente (en este caso socialista), avergonzado y remiso a identificarse como tal (de ahí que no pueda ser adecuadamente detectado en los sondeos), pero dispuesto, pese a todo, a permanecer fiel a sus siglas en estas concretas elecciones. ¿Y por qué se ha producido esta reacción de fidelidad, a última hora, del electorado socialista precisamente ahora, en las elecciones autonómicas, y no en las aún cercanas generales y municipales? ¿Quizá porque el protagonismo central estos pasados días del escándalo de los ERE ha podido acabar propiciando una reacción de orgullo herido en algunos votantes socialistas, molestos por ver metido, indiscriminadamente, en el mismo podrido saco a todo el socialismo andaluz? ¿Quizá porque el electorado socialista tiene un especial enganche emocional, superior al del electorado popular, con las elecciones autonómicas, que percibe como más prototípicamente andaluzas, es decir, como “más nuestras”, que las generales (que son en el fondo “cosa de Madrid”) o que las municipales (demasiado localistas)? El caso es que esta parte callada, no detectada, pero al final movilizada, del voto socialista parece haber bastado para convertir el derrumbamiento previsto en una “derrota dulce” —incluso muy dulce.
Una segunda posible explicación, relacionada con esta primera, es que, en los últimos días de la campaña, se puede haber producido un leve pero relevante vuelco electoral: es decir, que al menos parte de esa cuarta parte del electorado socialista que en los últimos sondeos se mostraba dubitativa o indecisa haya sido finalmente sensible al temor a la anunciada “marea azul”, o al llamamiento a reaccionar frente a las medidas del Ejecutivo nacional (las ya tomadas y las por venir), o al claro desenganche de Griñán respecto de la anterior etapa de gobierno de su partido (algo, por ejemplo, que no quiso o no logró hacer Rubalcaba en las generales). Ciertamente, en las encuestas, siete de cada diez andaluces decían desear un cambio de partido gobernante en su región. Incluso casi la mitad del electorado socialista lo decía. Pero, a la hora de la verdad, no pocos pueden haber experimentado alguna suerte de vértigo ante la significación y las posibles consecuencias de cambio tan rotundo como simbólico. Y en consecuencia pueden haber terminado por renunciar al desentendimiento respecto de la elección que durante semanas habían declarado. Y en tercer lugar, ¿cómo no pensar también que la tan anunciada clara victoria del PP puede haber propiciado un exceso de confianza en su electorado? ¿Cómo entender si no que, con una tasa de participación total apenas superior al 60%, con una elevada fidelidad de voto declarada (y demostrada en dos elecciones consecutivas hace tan solo cuatro y diez meses) los votantes populares no hayan anegado a un electorado socialista que en buena medida se presentaba decepcionado y desentendido de la contienda? En esta ocasión, han vuelto a confluir los dos procesos que en las últimas elecciones se han venido dando y que también ahora se esperaban (plus de motivación participativa en unos, desentendimiento relativo en otros): ¡pero —inesperadamente— con los protagonistas cambiados! En todo caso, y desde la radical humildad que no puede sino acompañar a todo intento de prospección electoral, conviene admitir de una vez por todas que esta es una actividad irremisiblemente marcada por el -“síndrome Djukic” (aquel jugador de fútbol recordado no tanto por su apreciable trayectoria deportiva como por haber fallado un penalti que pudo haber supuesto un título de Liga para su equipo)-. En efecto, tras cada estimación electoral fallida resurgen, impertérritamente potentes, los consabidos tópicos (del tipo: “no creo en las encuestas”, “las encuestas no dan una”). Y es que cuando los sondeos aciertan (que suele ser la gran mayoría de las veces: recuérdense si no la casi totalidad de los publicados para las elecciones europeas de 2008, o para las municipales y autonómicas del pasado mayo, o para las generales del 20-N) su propio éxito al anticipar lo que, una vez producido, deviene banal realidad cotidiana a su vez los banaliza y difumina. Pero, en cambio, cada estimación electoral fallida parece dejar en la memoria colectiva un hueco, perenne e irrellenable, a modo de inmarcesible dedo acusador, temporalmente durmiente pero nunca del todo desaparecido. Qué le vamos a hacer” (texto do El Pais, da autoria de José Juan Toharia, presidente de Metroscopia, com a devida vénia)
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