domingo, agosto 03, 2025

Los 52 días en que Gran Canaria fue portuguesa


Canarias pudo ser portuguesa. Lo tuvo todo para serlo, de hecho lo fue en cierta forma durante unos días, pero en realidad nunca estuvo cerca. Un siglo antes de que el Atlántico empezara a ser codiciado por las potencias europeas, Alfonso IV ya había enviado una expedición que permaneció durante varios meses en las islas. Fue un tanteo sin mayores repercusiones, pero dejó el primer aviso de que aquel océano iba a convertirse en un espacio a disputar. En 1433, la muerte de Juan I abrió una nueva etapa política en Portugal. Leonor, esposa de su sucesor Duarte, se hizo con el trono. O al menos un poder que se le parecía mucho. La bondad de su marido —que en los reyes suele tener otro nombre— le permitió durante cinco años ejercer una poderosa influencia a favor de sus hermanos, los famosos infantes de Aragón.

En esos mismos años, Portugal comenzaba su verdadera aventura atlántica, llegando incluso hasta la corriente del Golfo. Como recoge el historiador Florentino Pérez Embid, Enrique, hermano de Duarte y conocido con el tiempo como el Navegante por impulsar las exploraciones atlánticas, obtuvo entre 1433 y 1434 una bula papal de Eugenio IV que le autorizaba a ocupar las islas que carecieran de soberano cristiano —como era el caso de Gran Canaria en aquel momento— siempre que respetara aquellas donde ya existiese dominio castellano. A los ojos del derecho canónico de la época, territorios como Canarias eran considerados, en cierta medida, terra nullius y podían ser adjudicados por medio de una bula pontificia, lo que convertía al papa en árbitro jurídico de estas nuevas posesiones atlánticas.

Mientras Castilla y Portugal se disputaban Canarias —como tantas otras cosas—, en el centro de Europa la Iglesia atravesaba uno de esos conflictos internos ya casi habituales en la época, pero que seguían siendo capitales. El papa Eugenio IV pretendía disolver el Concilio de Basilea, donde se cuestionaba su autoridad, entre otras muchas cosas.

Cuota canaria en pleno lío europeo

En este concilio se habló de casi todo, incluso de Canarias. Fue la embajada que enviaron los castellanos para tratar el asunto, en la que viajaba un indígena canario converso, Juan Alfonso de Idubaren. Gracias a su intervención, el papa emitió entre septiembre y diciembre de 1434 tres bulas de enorme importancia. Prohibía considerar los bienes de los indígenas isleños como botín de guerra, garantizaba la libertad de los que fueran bautizados y castigaba con excomunión cualquier acto de piratería en el archipiélago, explica Luis Suárez Fernández.

Estas medidas intentaban frenar los abusos que sufrían los canarios, víctimas de frecuentes incursiones piratas, especialmente portuguesas, que ya realizaban capturas y saqueos en las islas. Aunque Eugenio IV, con demasiados frentes abiertos, tenía un poder político limitado dentro de la propia Iglesia, seguía siendo la máxima autoridad a la hora de (des)legitimizar las pretensiones territoriales de los reinos cristianos. Pero cuando el papa decidió trasladar el concilio a Italia para jugar en casa, las delegaciones también se reordenaron. Quizá Castilla estuvo lenta, o Portugal hábil. Algunos enviados castellanos se desplazaron a la nueva sede para reforzar el apoyo directo al papa, mientras que otros permanecieron en la región hoy suiza.

Portugal golpea primero

Portugal aprovechó para enviar en 1436 su propia embajada completa a territorio italiano, presentándose ante Eugenio IV como el reino fiel a Roma frente a una Castilla que, al haber mantenido parte de su delegación en Basilea, podía parecer más próxima a los sectores críticos. Ese gesto diplomático le sirvió a Portugal para obtener un primer éxito en forma de bulas favorables, refleja Suárez Fernández

Eugenio IV firmó a finales de 1436 dos importantes —Rex Regum y Romanus Pontifex—, que autorizaban a Portugal a conquistar territorios en África y, bajo ciertas condiciones, a ocupar islas en Canarias que no tuvieran dueño cristiano. Era, en esencia, una concesión similar a la de 1433-34, pero ahora formulada de manera más oficial y contundente. Los portugueses pudieron creer, durante algo más de 50 días, que ya contaban con el respaldo papal sobre las islas.

Castilla aprende a ser potencia

El pontífice debió de pensar que no era el momento de abrir un cisma todavía mayor. Bastante tenía ya con su batalla contra la mayoría de los obispos y los husitas, los reformistas de Bohemia. Pero esa revelación divina solo llegó después de la respuesta de Castilla. El obispo de Burgos, Alfonso de Cartagena, redactó un brillante alegato jurídico, las Allegationes, que no solo defendía los derechos históricos de Castilla sobre las islas, sino que además desmontaba los argumentos lusos desde el punto de vista del derecho canónico y la tradición jurídica europea, explica Pérez Embid.

Tan pronto el documento llegó a Roma, y tras las previsibles maniobras diplomáticas de la curia, el papa reconsideró su decisión. Expidió la bula Romani Pontificis, reconociendo los derechos de Castilla sobre Canarias y anulando de facto las pretensiones portuguesas. Décadas más tarde, Alejandro VI —el último papa español, recordado por asuntos bien distintos— ratificó y amplió estos derechos en la bula Dudum siquidem, que legitimaba la expansión castellana tras el descubrimiento de América.

Estos documentos religiosos eran auténticos títulos jurídicos internacionales de la época, con los que Roma intervenía directamente en el reparto de lo conocido o por conocer. En Portugal comprendieron desde el principio el valor de las islas. Quizá no querían perder una batalla contra los castellanos, y menos en aquel momento. Intentaron incluso buscar el respaldo del Concilio de Basilea, que aún seguía activo en 1438 y que, de hecho, se prolongaría hasta 1449. En ese tiempo, ya había recorrido media Europa hasta instalarse en Florencia, donde pasaría a ser conocido como el concilio más largo de la historia de la Iglesia.

Los últimos intentos lusos

El concilio, enfrentado al papa, no resolvió nada. La diplomacia castellana acabó alineándose con Eugenio IV, dueño de la última palabra. Años después, el infante Enrique intentó introducirse en Lanzarote por una vía indirecta, con la compra de los derechos señoriales de la isla a Maciot de Béthencourt, sobrino y heredero del normando Jean de Béthencourt, el primer señor europeo que se había establecido en Canarias.

Maciot controlaba el señorío, pero la soberanía sobre la isla seguía correspondiendo a la Corona de Castilla. La operación fue rechazada tanto por los habitantes de Lanzarote, fieles a los antiguos señores, como por Castilla, que denunció la venta como un fraude. La muerte del rey Duarte —el Bondadoso— en 1438 sumió a Portugal en una serie de conflictos que hicieron olvidar el asunto canario. Entre regencias, guerras dinásticas y batallas varias, bastante tenían además con sus otras posesiones atlánticas. Los intereses lusos se habían desplazado hacia el sur, explorando la costa africana y abriendo nuevas rutas comerciales en el Atlántico.

El país que conquistó Las Palmas de Gran Canaria durante diez días

Finalmente el reparto quedó sellado algunas décadas después. El tratado de Alcaçovas, en 1479, reconocía Canarias para Castilla y África para Portugal; y el de Tordesillas, en 1494, terminaría de fijar las grandes zonas de influencia atlántica de ambos reinos. Gran Canaria y su familia nunca llegaron a ser portuguesas, aunque durante algo menos de dos meses, los lusos tuvieron, al menos sobre el papel, derecho a intentarlo (La Provincia)

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